19.4.08

Tardes casi olvidadas con Elena Garro

En un momento en que Elena Garro vuelve a ser el centro de atención por las obras que le son dedicadas, el escritor mexicano Antonio Sarabia, en un texto que acaba de publicar en el suplemento cultural Laberinto, del diario mexicano Milenio, recobra pasajes de su amistad con una Elena septuagenaria de charla cautivante y memoria prodigiosa.

Oí que recientemente aparecieron en México dos libros dedicados a la memoria de Elena Garro. Yo, Elena Garro de Carlos Landeros (Grijalbo, México, 2007) y El asesinato de Elena Garro de Patricia Rosas Lopátegui (Porrúa, México, 2007). No me resuelvo a leerlos porque temo contaminar mi experiencia con percepciones ajenas. Sin embargo me dicen que el segundo es una recopilación rigurosa de entrevistas, reportajes y testimonios sobre la autora de Los recuerdos del porvenir. Aquí está lo que yo puedo aportar. Y que cada quien se sirva según su conveniencia.

No había hablado antes públicamente del asunto. Primero porque nunca vino al caso y, segundo, por ser una experiencia íntima, muy personal, perteneciente a una época mía que considero preliteraria: se dio antes de que yo publicara mi primera novela y por lo tanto siento que no consta dentro de mi vida de escritor. Pero, por una razón que se hará evidente en este artículo, el silencio me hace tal vez incurrir en una injusticia y ya es hora de ponerme en paz con mis recuerdos.

Conocí a Elena Garro por azar, en París, muy a finales de los años ochenta y principios de los noventa, y tuve una relación muy particular de amistad con ella. Un día, al hacer un trámite cualquiera en la embajada de México me atendió una empleada que dijo llamarse Helena Paz y, como bien pregonaba su apellido, ser hija de quien todos sabemos. Yo, impulsado por la curiosidad y el deseo de acercarme a un pariente tan próximo de quien considero, dentro de las letras mexicanas, el mejor poeta desde Sor Juana y el más grande ensayista después de Alfonso Reyes, me apresuré a invitarla a cenar a mi casa varios días después. Un poco antes de la hora convenida, me llamó para decirme que no deseaba dejar sola a su madre y preguntarme si podía traerla consigo. Yo no sabía que hablaba de Elena Garro. Era, aún lo soy, un ignorante total de la vida íntima y las relaciones de alcoba en la literatura mexicana, no sé quién ha vivido con quién, ni cuándo, ni cómo, ni por qué, pero le dije que sí, que encantado, que no se preocupara, que viniera también, etc.

Así desembarcaron en mi casa Elena y Helenita, Las dos Elenas, como titula Carlos Fuentes un cuento que, desde que las conocí, no puedo evitar relacionarlo con ellas. En cuanto Elena entró en mi departamento me pareció reconocer su cara pero tardé un rato en identificarla. A mí, la verdad, Los recuerdos del porvenir no me había deslumbrado y no olvidaba el haberme aburrido en alguna de sus obras de teatro. Sólo sentía admiración por un muy bien logrado relato suyo La culpa es de los tlaxcaltecas. Sin embargo su desenvoltura, sus maneras mundanas, sus anécdotas, la familiaridad con que hablaba de personajes que yo consideraba, y considero aún, míticos, terminó por hechizarme e hizo de aquella cena una velada memorable.

Yo era en esos días el orgulloso poseedor de una de aquellas primitivas Macintosh de buró, pequeñas, cuadradas, de las que aparecen aún en las pantallas de las Mac más recientes cuando uno pulsa la tecla de Ayuda, que eran la gran novedad en Europa. Elena se interesó en su funcionamiento. Yo me apresuré a mostrarle las ventajas que tenía como procesador de texto sobre las entonces aún comunes máquinas de escribir y para ello abrí, lo recuerdo como si lo estuviera haciendo ahora mismo, el capítulo de Amarilis en el que Lope de Vega delira víctima de una fuerte calentura. El texto le llamó la atención y me preguntó de quién era. Al responderle que era parte de una novela que yo estaba escribiendo lo elogió sin reservas e insistió con amabilidad en llevarse a su casa otras muestras de mi quehacer literario.

A raíz de eso empecé a visitarla de tarde en tarde en su departamento, cuando Helenita estaba aún en la embajada. Yo lo prefería así, y supongo que ella también. No es que al llegar su hija se entrometiera en nuestras conversaciones, no, muy al contrario, nos dejaba tranquilos en la sala. Pero Elena se veía obligada a recuperar ante ella su papel de enferma crónica, a jurar que ésa era la primera taza de café que se bebía y yo a aparentar que el cigarrillo encendido sobre el cenicero era mío.

Elena se mostró en un principio entusiasmada con mi trabajo y me animó a proseguirlo pero en realidad, después de la primera visita, nos olvidamos de él. A mí me interesaba su trato con Sartre, con Simone de Beauvoir, con Malraux, de quien no se cansaba de alabar lo guapo que era, con Borges, con Bioy, con las Ocampo, con Julio Cortázar, de quien me describía la alta estatura, la torpeza en sus modos y el acento francés del que nunca pudo desprenderse al hablar español. De entre la cascada de anécdotas recuerdo particularmente una: ella era todavía una jovencita, casada con Paz, muy joven también pero ya célebre en Francia a pesar de su edad. Los dos llegaban entonces en tren, a París, me parece que procedentes de España cuando, asomada a la ventanilla, descubrió a un grupo de intelectuales franceses que venían a recibirlos con un cartel en el que destacaba el nombre de “Octavio Paz”. Elena sacó la cabeza para prevenirlos gritando “ici, ici!” (¡aquí, aquí!) a lo que uno de ellos respondió “Pas toi, mon chou, ton pere!” (¡tú no, querida, tu papá!).

Yo disfruté horas y horas de auténtica felicidad sentado en aquel viejo sillón escuchándola hablar. Helena se descalzaba, encogía los pies y los subía al sofá para arroparlos también bajo el abrigo de pieles con que prefería calentarse. Al hablar, la anciana septuagenaria y achacosa que arrastraba los pies al recibirme se iba transformando poco a poco en otra mujer, más joven, animosa y vehemente, y aunque su voz no subiera de tono, conservaba invariablemente aquel susurro apagado, adquirían brillo sus ojos y el color volvía a sus mejillas.

Vivía en la planta baja de un edificio del Dieciseisavo, el barrio más elegante de París, pero pasaba inmensas penurias. El salario de Helenita en la embajada apenas les alcanzaba para malvivir. A Octavio Paz lo llamaba simplemente “Paz”. Nunca le oí decir ni “Octavio”, ni “mi ex marido”, ni “ese cabrón”, que bien podría haberlo dicho, no, siempre fue “Paz”, y me consta que tanto ella como su hija estaban constantemente exigiéndole fondos. En una ocasión pretendieron incluso involucrarme en su empeño. Estando en su casa, marcaron el teléfono del poeta en México e intentaron pasarme el auricular para que yo le contara no se qué historia absurda. Yo me negué horrorizado, cosa que desató la ira de Helenita, mucho más agresiva que su madre en cuanto a las relaciones con “Paz”.

La verdad es que a mí nunca me pidieron dinero. Sólo intervine en su auxilio en una circunstancia muy especial, bastante crítica, y no hubo ningún mérito en ello. En aquel tiempo yo podía darme lujos así sin que se resintieran demasiado mis bolsillos.

Sucedió una tarde en la que Elena me llamó llorando al teléfono, la iban a echar de su casa porque debía más de tres meses de renta. Los hombres del desahucio estaban ya a la puerta a punto de sacar sus muebles a la calle, y ella no sabía qué hacer. Me lancé a toda velocidad rumbo a su piso, sin apenas frenar en los semáforos de la avenida Victor Hugo, y puse en manos del frustrado propietario, a quien a todas luces interesaba menos el dinero que deshacerse de sus insolventes inquilinas, un cheque por el montante de la deuda. Elena quiso pagarme más tarde, cuando menos en parte, con su abrigo de pieles, pero yo no acepté. Ya habría tiempo para que me reembolsara después, le dije, cuando mejoraran sus cosas. Ambos sospechábamos que eso no ocurriría, pero no me importó. Había aprendido a estimarla y a valorar aquellas tardes con ella. Fue la primera buena acción de mi vida de escritor y, ya puesto a pensar en el asunto, tal vez haya sido la única.

Tampoco tengo muy clara la razón por la que dejé de verla. Ni siquiera recuerdo si llegué a autografiarle algún ejemplar de Amarilis, la novela que pareció tanto atraerle cuando nos conocimos, editada casi al unísono por Norma y Espasa Calpe en el 92, alrededor de un año antes de que ella se volviera a México. Por aquellos días ya nos veíamos muy poco. Publicar en Europa me hizo a mí entrar de golpe en un mundo del que ella, por voluntad o por fuerza, se había segregado. Algunas personas del medio, no vienen al caso sus nombres, gente importante que la conocía bien y con la que yo empecé a relacionarme entonces, me advirtió que tuviera cuidado, que desconfiara, que no creyera todo lo que me decía.

Como testimonio de aquellos días no me queda gran cosa: en alguna parte de mi biblioteca de México deben de estar, dedicados, un libro de poemas que le publicaron a Helenita en Francia y una edición de bolsillo de Los recuerdos del porvenir en alemán que llegó en esos días y que Elena me dio, aunque yo no entiendo la lengua. Supongo que no sabía qué hacer con el ejemplar. A mí me pasó lo mismo, pero como no encontré ningún amigo alemán a quien dárselo, todavía ha de andar por ahí.

Elena, que creía en oscuras conspiraciones y procuraba convencerme de tortuosos complots de sociedades secretas para dominar el mundo, era muy lúcida e implacable en sus juicios estéticos. No repetiré aquí sus indiscreciones y críticas sobre nuestra literatura de la época. “La luz del entendimiento me hace ser muy comedido”, diría el gitano del poema. Tampoco viene al caso dar nombres. El mencionarlos despertaría la justa indignación, cuando no la inquina, de algunos conocidos personajes de las letras mexicanas.

La última vez que hablé de mi amistad con Elena Garro fue con Adolfo Bioy Casares en Saint-Malo, en la costa francesa, allá por el año 97, ¿o sería el 98?, ¿y por qué tocamos el tema?, ¿lo habrá provocado la reciente muerte de Elena?, dios mío, qué memoria. De lo que sí estoy seguro es que evité mencionarle el que ella lo consideraba el epítome de la caballerosidad y la elegancia. Ahora me arrepiento, pero entonces no quise que el gran escritor argentino pensara que yo lo estaba adulando. Fue una larga conversación en la que Bioy, que moriría también poco después, se mostró muy conmovido. Me relató sus propios recuerdos y me confesó el enorme afecto que había sentido por ella.

No creo que el encuentro con Elena haya cambiado mi vida. Yo la tenía bien encaminada, pero ella me rozó con su ala al pasar, y ese aleteo de mariposa me impulsó sin pensar por una senda que tal vez yo no habría emprendido sin su intervención.

Además del libro en alemán conservé un tiempo también, como recuerdo, aunque no sé ya dónde están, las dos o tres hojas en las que me copió, con paciencia infinita, las direcciones y los teléfonos privados y públicos de cuanto editor conocía en México para que les llamara de su parte y me publicaran Amarilis. Al final anotó otro, éste en España, el de una agencia literaria en Barcelona de la que yo, neófito absoluto, no había oído hablar. Fue el único teléfono y la única dirección que finalmente usé. Por suerte sin jamás mencionar que me los había dado ella. Ahora sospecho que habría resultado contraproducente. Pero lo hice porque me llamó la atención la frase que dijo mientras la transcribía: “si te agarra la Balcells, ya la hiciste”. Pues sí, Elena, “me agarró la Balcells” aunque no, no “la he hecho” todavía, pero gracias por el consejo. Y por todas las otras cosas que me contaste, ciertas o no. En verdad me han servido de mucho.

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